Kenosis es el abajamiento, el
empequeñecimiento, hasta hacerse nada; es la anulación de uno mismo, y esto es
algo que dicho tal cual horroriza a cualquiera que lo oye hoy en día. Está en
todas las religiones, pero no es la destrucción de uno mismo, sino de su yo
falso; del yo mediocre, egoísta y pequeño que vive pendiente de sus deseos sin
estar nunca contento, que sufre y se desespera por todo. Es este yo el que hay
que matar. A la anulación de uno mismo sigue el llenarse de Dios, y este es el
yo auténtico, el libre, el entero, el que afronta los problemas sin miedo, el que
se comparte con los demás. Este es un camino de años y quizá sin meta, como yo
lo recorro lentamente, callo y que hable Edith Stein:
“Existe un estado de quietud en Dios,
de relajación de toda actividad intelectual, en que no se hacen planes, no se
toman resoluciones, y no se actúa, sino que todo lo venidero se deja en manos
de la voluntad divina, abandonándose a la Providencia. Esta suerte me fue
deparada después de una experiencia, que sobrepasó mis fuerzas, que absorbió
toda mi energía vital y que me privó de toda actividad. La quietud en Dios es
algo totalmente nuevo y particular frente a la negación de la actividad por
falta de fuerza vital. En su lugar aparece el sentimiento de estar escondido,
de estar liberado de todo problema, preocupación u obligación. Y, mientras más
me entrego a este sentimiento, me comienzo a llenar más y más de una vida
nueva, que me empuja a nuevas ocupaciones, sin que para ello actúe la voluntad.
Esta energía vital aparece como flujo de una actividad y una fuerza que no son
mías y que, sin ningún tipo de
exigencias por mi parte, trabaja en mí”.
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